El gusanillo del juego



Derribando a los dioses,
arrebatémosle su trueno y con este fulgor
azotemos la vida que no nos plazca o nos llene de miedo.

MARQUES DE SADE - LA VERDAD (1787)


Fuera de la lógica de Cazador a la que una inconmensurable mayoría excluida este orden social a arrojado; esta modernidad, tardía y fragmentariamente periférica en nuestro caso, va fagocitando toda expresión de potlash. Para luego reintegrarlo de modo reglado a la esfera del consumo. De esta manera pocas son las cosas que escapan al planificado resguardo de la mercantilización como simulacro de elección trascendente. De religación con lo sagrado. De tal modo que en un mundo en el que ya ni siquiera los duelos por honor son tolerados por la hipócrita chachara civilizatoria, el amor y la acción política aparecen, tal vez, como los últimos reductos en los que alguien pueden decidir verdadera y soberanamente ponerse en juego. Arriesgar irracionalmente la comodidad de lo acumulado para entregarse a una causa que dialogue con algo más trascendente que una pequeña necesidad satisfecha.


La exploración de esos laberintos que si bien, absolutamente contenidos en el ordenamiento mercantil del mundo, habilitan de vez en cuando la ilusión de desestabilizar el tedio, me llevo hasta ese lugar. No se trataba de un póker clandestino ni del hipódromo en el que Chinazki pasa los días en El Cartero. Ni siquiera un casino, apenas un bingo conurbanense, de esos que tienen tragamonedas como principal atracción.


Alli, en su anestesiador fulgor de luces y audios electrónicos que se repiten seriadamente hasta el aturdimiento. En un forzado despliegue de confort alfombrado y gaseosas invitadas por la casa, bajo la luz artificial que día y noche encubre el transcurrir de las horas, llegan desde las señoras paquetas hasta los obreros del recambio de hora. Persiguiendo la quimera de arrebatarle una pequeña porción de suerte a su malograda vida una multitud taciturna se agolpa en torno al enceguecedor glamour de rayos catódicos y personal gentil.


Los motivos se han desplazado de la sobriedad que la realeza de la baraja de poker exhibe para occidente desde hace varios siglos hasta otras tantas figuras que amenizan la falacia de un mundo de plena e inofensiva diversión. Así, desde exotismos egipcios hasta despliegues de gala de prestidigitador son conjurados por los pequeños universos electrónicos que impúdicamente se valen del Gato Felix, Alien, la iconografía de la revista Plaiboy o el serial televisivo de El llanero Solitario de los 50s para urdir un hechizo procaz pero efectivo.


La operación consiste en hacer tolerable durante esas horas el pecado contra el que la cultura martilla desde nuestra mas tierna infancia, la desmedida y el exceso que concitan una furia helenística ancestral. Para ello, este crimen debe diluirse en una serie de abstracciones que coqueteen con el olvido de las sumas que allí se pondrán a riesgo. Las maquinitas no mencionan cifras, sino créditos. Traducibles estos, en determinadas fichas de la casa, que lógicamente tienen su contrapartida en la primera abstracción de todas: El dinero (valor de cambio hipotético de la fuerza de trabajo, la alineación fetichista por excelencia como sabe todo buen marxista)


Las madrugadas están atestadas de solitarios. Y yo me convierto en uno más. Un cazador ritualista en busca de “la maquina que paga” tal es el argot minuciosamente circulante entre los habitúes. Al fin de cuentas desde hace algunos años, me digo, el amor no ha sido mí elemento. De modo que tal vez el juego pueda encerrar una experiencia mas grata. Pero un perdedor es un perdedor siempre y esa es una lección que a menudo pretendemos olvidar.


Juego un solo crédito por línea pero en las 15 líneas. De vez en cuando pruebo jugar en los dos sentidos. Contra toda lógica, los jugadores frotan lascivamente la pantalla de los tragamonedas con la esperanza de ejercer algún influjo sobre el resultado de una jugada cuyo algoritmo de ejecución ya esta dictaminado por un programa que desconoce el concepto de buena o mala fortuna. He allí otra irracional muestra de fe que persiste ante la secularización del proyecto moderno.


De vez en cuando la maquina traga algún vuelto y hay que llamar al servicio técnico, que se demora adrede para que uno no deje de apostar en alguna maquina aledaña durante la espera. Luego la empleada, de una elegancia rubia ensortijada impecable, nos dice con su mejor sonrisa que lo que vimos en la pantalla no es más que una representación, de modo que no queda otro recurso que putearse con el jefe de sala e insultar a su familia hasta que seguridad nos obligue a retirarnos por la puerta de atrás. Tramite engorroso e inconducente al que extraña vez se recurre.


Pocas cosas son más tristes que los placeres solitarios. Y aquí se ceban ancianos sin demasiado ya por hacer, cuarentonas en crisis matrimonial que subliman su libido en sementales de hipódromo electrónico y empleados que en su empeño de abandonar su desgastante rutina de privaciones dilapidan culposamente el salario del hogar.


Cual es el ciego misterio que reúne aquí todas las noches a toda esta gente para hacer algo que en nada nos relaciona? El mismo que reúne a una audiencia en una sala de cine podría replicárseme, absolutamente nada nos pone en contacto, pero así funciona el negocio.


Sin embargo hay una diferencia entre el pasivo consumo del arte que el guión de su mercantilización establece como desapasionada posibilidad de retorno a lo sagrado y este otro ritual, acaso mas antojadizamente cínico. Aquí, muy a pesar de que las estadísticas juegan del lado del taur, el sentido en torno a su participación radica en su propia imprevisibilidad. Un sobrecogedor impulso de fascinación con el riesgo, no necesariamente material, sino profundamente espiritual nos impulsa como a Moisés frente a la zarza ardiente del desierto. Es que a pesar de la santurronería cristiana respecto a la experiencia sacral, solo el embriagador resplandor de lo que trasciende las posibilidades humanas arrebatándolo de la sórdida producción y reproducción de su vida material, otorga en ese caos la vivificación que produce la revelación de esa otredad radical, sublime o terrible, la Divinidad.


Puede atisbarse la cara de Dios en el guiño o la bajada de pulgar de la fortuna. El azar, como los desastres naturales que originaron los primeros cultos chamánicos para apaciguar la ira de los espíritus y demonios de la naturaleza, se escurre de la pretensión de previsibilidad que los seguros sociales tratan de naturalizar, para sacar a luz ese primigenio impulso de estupefacción ante un poder que irreductiblemente determina nuestro destino.


Otra apuesta de suma cero. La legítima tiranía de la fortuna se hace hallazgo que nos desborda y arrebata de la fosa profana. Como la inmediata confirmación del impacto de nuestro puño frente al mentón de un canalla o el hallazgo de la emergencia del orgasmo en el rostro amado. Quien no pueda leerlo así, sencillamente no ha comprendido nada del misterio teológico ni de las experiencias mundanas.


Para el final de la jornada regreso furioso, estableciendo improbables conexiones entre lo hecho y lo que debí hacer en determinados momentos de la noche para una vuelta a casa con mas dignidad en los bolsillos. “yo no soy socialista – dice el padre contador de un amigo – pero el capitalismo es timba!”. Y así es, pero para colmo de males, la casa siempre gana.

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