εποχη

De vez en cuando la realidad que nos circunda pone al desnudo su precariedad dejando entrever la fragilidad y contingencia que la sustenta.

La comunicación es tragedia y esta es una de las pocas máximas que un comunicólogo, que todo lo relativiza, puede llegar a erigir sin demasiadas salvedades, Tragedia en el sentido del fatal desencuentro entre lo que se experimenta y lo que de esa experiencia hay posibilidad de transmitir. De comunicar, de poner en común De compartir

La experiencia es intransferible, por tanto todo intento será apenas una aproximación, un esbozo. Nunca lo mismo, nunca lo que realmente nuestra alma atesora para el otro.

Aun así nos empeñamos, en el arte, en la filosofía y en el amor, en una apuesta de la que sabemos no habrá posibilidad de desenlace ideal.

¿Es real la realidad? se titulaba el trabajo mas afamado del recientemente fallecido Paul Watzlawick y mas allá del juego retórico, el trabajo planteaba las inquietantes sospechas que todos alguna vez debimos haber padecido y que de vez en cuando se hacen mas nítidas, sobre todo a la hora de rascar un poco sobre la superficie de un proyecto que emprendemos compartidamente. La realidad, sostendrá este autor, es fruto de la convención interpersonal y social, de los atributos que se asignan en un momento y lugar a las diferentes partes de esa ‘experiencia’ de realidad. Por eso, la realidad no es una, sino que la forman sensaciones, visiones e interpretaciones.

Sin duda esto que el discurso postmoderno de la diversidad puede hoy día hacer aparecer como una verdad de perogrullo es finalmente mucho mas radical de lo que parece, ya que será la “experiencia” de la realidad la motivación rectora de todos nuestros actos, y su carácter de artificialidad socialmente construida pone en cuestión toda exigencia de certeza en tanto ilusión de objetividad.

Cuando Verkeley sugirio allá por los 40s la idea de que la realidad no era mas que el constructo en el que las subjetividades deseaban creer, Stalin se burlo de esos postulados conminando a los fenomenologos a que constataran la artificialidad de lo real parándose frente a una locomotora en marcha.

Pero no es en este sentido en el que sostenemos aquí la premisa de que el mundo no es más que la resultante de un acto de fe.

Es evidente que aunque pudiéramos concederle a Hume que no existe ninguna evidencia certera de la existencia del universo ni del yo interior, en el trajín cotidiano debemos asumir que habitamos un mundo en el que se come y se da a luz, se vive o se mata. No ponemos entonces en cuestión las exigencias de un mundo físico que se nos impone. Sinembargo, retomando la distinción que Huxley trazara respecto a que por el contrario de lo que se cree, la experiencia no consiste en lo que nos sucede, sino en aquello que hacemos con lo que nos sucede; podemos sostener que mas allá de lo concreto seguimos siendo nosotros, cual minúsculo y caricaturesco Dios, quienes definimos una interpretación a partir de la cual nuestros actos cobran sentido, solo que de modo inconciente ya que disfrazamos estas operaciones pulsionales con un barniz discursivo que le brinda inteligibilidad y coherencia a nuestros actos para sostener una imagen de nosotros ante nosotros mismos.

Si como sostiene Harold Garfinkel la clave de lo que hacemos esta en el sentido común, en ese que nos impulsa a creer que existe algo socialmente compartido que hace que todos estemos sabiendo a que nos referimos cuando a algo nos estamos refiriendo, entonces es con el sentido común con el que construimos las cosas que hacemos. Y solo en esta acción las cosas cobran sentido, ya que el sentido no existe previamente a las acciones, y este es el aporte nodal de la etnometodologia, sino que son las propias acciones las que hacen emanar el sentido que las justifican creando la ilusión de que el sentido subyacía previamente.

Existen, entonces, verdaderos niveles de conciencia y creativos procesos de organización simbólica en la producción de lo real que nos sitúan o justifican nuestra situación en el mundo.

Esta mirada rayana en el solipsismo mas ingenuo a la que muchos recriminan el olvido de las relaciones de gerarquizacion y poder social que preexisten a las propias situaciones, tiene también la poca ingenuidad de tener en cuenta lo antojadizo, esquivo e irracional de los actos que cotidianamente tratamos de sostener bajo argumentaciones de lo mas variopintas.

Pero hay un dato de la realidad que a menudo se habré paso aun a través de todo ese andamiaje cultural que interponemos para ganar serenidad. Este dato no es otro que el dolor. El dolor como resabio de una conciencia que nos taladra en nuestros “olvidos”. El dolor de lo inmerecido gimiendo en el fondo de nuestra alma o clamando en la mirada doliente de otro rostro que nos interpela.

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Todo comunica decían los de Palo Alto, es cierto, pero lo comunicado estará siempre mediado por una subjetividad cuyas posibilidades de resignificación indefectiblemente escaparan a nuestras intenciones primigenias. La subjetividad es la dulce maldición de ser humano, estar confinado a una mirada que nos posiciona como sujetos en lugar de la ciega objetividad del carácter ontico. Es también la posibilidad de desalienacion en el encuentro con el otro. En el deslumbramiento de otro que con su diversidad puede enriquecernos acerca de nosotros mismos, revelando, iluminando la opacidad del mundo que nos encapsula, que nos sobreviene en nuestra finitud.

Y solo será en ese contraste, en esa confrontación en la que el otro nos refleja la real distancia entre lo anhelado y lo posible, entre lo soñado y lo vivido. Vale decir, las definitivas dimensiones (o por lo menos los limites concretos) de ese totum revolutum al que designamos pretenciosamente como realidad.

Si como sostenía Sartre, finalmente el infierno son los otros, esto es por que solo por fuera de uno las cosas que vehemente sostenemos pueden repentinamente desmoronarse perdiendo toda capacidad para justificarnos y conjurar la serenidad de estar haciendo lo correcto.

Aun así, existe en el intercambio íntersubjetivo la capacidad del consenso, la necesidad de cooperación en la producción de lo real. Que no necesariamente nace de una elaboración racional entre pares, sino de la voluntad de construir un horizonte común para habitar el mismo mundo. Un angustioso imperativo de fundir horizontes, para ser parte de una misma experiencia, para ahuyentar el malestar del sombrío encapsulamiento. Para existir en la mirada del otro. Para ser redimidos en la evocación de una memoria que nos honre en el recuerdo de las vivencias compartidas. Por eso lo odiamos, por que nuestra autonomía siempre es relativa y nuestro destino será frecuentemente ofrendado a una voluntad ajena. Por eso lo amamos, por que no sabríamos quienes somos realmente nosotros mismos si no hubiéramos compartido unas sabanas colmadas de esperanzas.

Viéndoselo bien, todo consenso es arbitrario.

Bajo nuestros actos no hay mas que deseo, aunque a los budistas les joda hacerse cargo de esto, deseo y voluntad son las fuerzas que nos rigen y sin las cuales solo habría un ascetismo estéril y tanático que clama por la mortificación del cuerpo y ofende la sacralizad de la vida.

¿Cuál es el lugar a donde van a parar las constelaciones en las que de vez en cuando emerge el milagro del encuentro?

Ese que amaga con el hallazgo de lo definitivo, de lo inalterable… que pretensión la de nuestra finitud!

Que empeño en la perdurabilidad y la trascendencia. Quizá también halla allí una pulsión tanática por continuar apostando cuando sabemos que lo único definitivo es que nada permanece definitivamente en su sitio. Y si como bien dice Dolina, el que no parte se queda solo, solo resta entonces continuar la errabunda senda en la que no por efímero nuestro paso se convierta en mezquino y abandonarse abrazando agradecida y generosamente a las quimeras vividas y aquellas por llegar.